martes, 10 de febrero de 2015

De las autopsias realizadas por William Harvey y John Hunter, que violaron la ley de dios y desvelaron la belleza oculta en el interior de las vísceras





William Harvey. Descubridor de los mecanismos que hacen circular la sangre por el interior del cuerpo, Harvey sabía que todos los secretos acaban por ser desvelados. También sabía que la belleza a veces adopta formas extrañas, que frecuentemente adquiere la forma de las vísceras y de los mapas, de los cuerpos que habitan el fondo de los estanques y de aquellos que recorren los caminos incansablemente hasta llegar a ciudades de lenguas y costumbres extrañas. Harvey había diseccionado cientos de animales hasta conseguir establecer la teoría de que el corazón era el órgano encargado de impulsar la sangre por el interior de venas y arterias, pero su teoría no estaba completa. Sabía que en el cuerpo humano el proceso era el mismo, pero necesitaba demostrarlo. En la Inglaterra del siglo XVII, las autopsias estaban prohibidas. Alteraban el orden de las cosas, la ley natural que establecía que las vísceras deben permanecer en el interior de los cuerpos, que no deben ser desveladas a los ojos de los hombres. Pero la práctica de la medicina requería cadáveres, y los estudiantes y médicos los robaban de los cementerios cuando caía la noche. Todos excepto Harvey, que detestaba excavar en la tierra, arrastrar cuerpos en medio de las sombras, manipular cadáveres desconocidos. Cuando por fin consiguió demostrar su teoría lo hizo con unos cuerpos que no necesitó robar de un cementerio: llevó a cabo con sus propias manos la autopsia de su padre y de su hermana. La belleza a veces adopta formas extrañas.


John Hunter. Ardiente defensor de la experimentación en la práctica de la medicina, Hunter había realizado decenas de autopsias. Todas ellas a cadáveres robados, cuerpos que diseccionaba en la oscuridad de su sótano, en mitad de la madrugada. Había pasado un siglo desde que Harvey estableciese su teoría de la circulación de la sangre, pero las autopsias seguían estando prohibidas. Dios seguía siendo egoísta, seguía guardando para él la belleza de la descomposición de los cuerpos. Hunter buscaba cadáveres con afecciones extrañas, deformados por la enfermedad, marcados por tumores y pústulas. Fue entonces cuando conoció a Charles Byrne, un famoso gigante irlandés enfermo de tuberculosis. Hunter ordenó a varios de sus criados que siguiesen a Byrne día y noche hasta que muriera. Ansiaba su cadáver, tener sobre su mesa de autopsias el extraño cuerpo del gigante, poder diseccionar sus órganos, analizar sus deformidades. Byrne se asustó por la persecución y puso en su testamento  que arrojaran su cadáver al mar cuando muriera. Hunter desembolsó una fortuna en sobornos a la empresa funeraria, pero logró su sueño: el cortejo fúnebre se detuvo en una taberna, como estaba pactado, y allí sacaron el cuerpo del ataúd y lo sustituyeron por un saco lleno de piedras. 

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