miércoles, 6 de febrero de 2013

mátate, amor

 


En la ciudad no tengo que matar nada. Es algo de lo que me he dado cuenta cuando he vuelto a vivir en una. Pasan días enteros sin que acabe con la vida de ningún ser. Y mis vecinos tampoco lo hacen, lo sé porque oigo sus conversaciones a través de las paredes. En el campo es distinto. Mis vecinos mataban a diario, luego hablaban sobre lugares donde enterrar los cuerpos. Cada día cometían cientos de asesinatos. Mataban gallinas que ya no ponían huevos, conejos que estaban demasiado crecidos, perros moribundos, caballos enfermos, ratones que caían en las trampas, cabritos que eran machos, gatos que se reproducían demasiado, babosas que se comían las coles del huerto. Los ahogaban con sus propias manos. Los envenenaban. A veces les disparaban en la cabeza.

Creo que por eso me ha gustado tanto "Mátate, amor", de Ariana Harwicz. Echaba de menos esa violencia brutal y luminosa que lo inunda todo cuando vives en el campo. Esa sensación oscura que empieza a extenderse por el fondo de tu cabeza cuando te enseñan a manejar una escopeta y te preguntas cómo será disparar a alguien. Cuando apuntas al perro y sabes que no le dispararás, pero te preguntas qué se sentirá al hacerlo. La protagonista de la novela dice "estoy cansada de que no se pueda andar a escopetazos o denigrar al bebé" y yo la entiendo. Dice "la muerte está presente en el fuego, en la alfombra, en las cortinas, en el aire encerrado en los muebles de campo y en la vajilla de plata. En el jarrón sin flores. La muerte exuda de los paraguas apilados cerca de la puerta" y yo la entiendo. Dice "me fui de allí sin saber si pisaba su cabeza o estiércol" y yo la entiendo.

"Mátate, amor" es un libro perturbador. Esta hecho de algo oscuro, tibio y viscoso, de algo que se arrastra entre la maleza. De algo que nos susurra al oído, que late en el fondo del cerebro. Todo ocurre en una casa de campo, donde la protagonista pasa muchos días sola, observando el límite del bosque, espiando a su bebé con un cuchillo en la mano, acechando a los vecinos, explotando de deseo y de ansia. Hay algo en la novela que deja sin respiración, que corta no como un cuchillo, sino como el deseo no satisfecho, que entra más hondo y es más doloroso que los cortes metálicos. Tiene algo de animal, de desgarrador, de salvaje, pero también algo hermoso y vivo. Ella dice "soy un ciervo entrando al bosque como lo haría un novio a la iglesia" y yo la entiendo.

5 comentarios:

  1. Me has seducido, Layla. Me lo anoto...Beso

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  2. Durante un tiempo fui vegetariano, porqué de repente me imaginé cómplice de la horrible matanza de animales que se lleva a cabo con precisión, a diario, superando miles de veces la maquinaria nazi del exterminio. Aún así, un amigo ecologista me sugirió que tal vez las lechugas tengan emociones y apego a la vida. Entonces me di cuenta del absurdo, y volví a comprar carne.
    Pero me doy cuenta de que mi respuesta no es la correcta: debería comprarme animales vivos y sacrificarles en el fregadero de mi piso.

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  3. Hacía mucho que no pasaba por aquí, Layla... y es siempre una gozada.

    un abrazo

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