miércoles, 11 de marzo de 2015

La Hermandad del Espiritu Libre. Violencia y nihilismo en la Europa medieval







“Sería mucho mejor que el mundo
fuese destruido y pereciera totalmente
a que un hombre libre se abstuviera
de un acto que le pida su naturaleza”

Anónimo. Acta de confesión de un
miembro del Espíritu Libre ante la Inquisición



A pesar de ser finales de primavera, en Colonia hace un día oscuro y tormentoso. El cielo llena la ciudad alemana de sombras, pero las verdaderas tempestades bullen en la oscuridad de los callejones. Jean de Brünn, miembro de la Hermandad del Espíritu Libre, está siendo torturado por la Inquisición. La tormenta ahoga sus gritos, pero los rumores se han extendido por toda la ciudad. La consigna del poder ha sido clara, y sus órdenes se cumplirán una por una. El Espíritu Libre debe ser erradicado.

Desde casi un siglo antes de aquel oscuro día de 1335, la doctrina predicada por los adeptos al movimiento herético amenaza con destruir toda forma de poder y dominación en los lugares en los que ha ido arraigando. Las herejías y los movimientos contestatarios se han extendido como una plaga por la mayor parte de las ciudades del centro y oeste de Europa ante la mirada impotente de los guardianes del orden, pero el Espíritu Libre será diferente a todas ellas. Sus adeptos no buscan apuntalar las ruinas de una Iglesia que se hunde en la corrupción y la decadencia ni imponer nuevas formas de dominación. Lo que distinguirá a los miembros del Espíritu Libre de todos los demás herejes medievales será su total falta de moralidad. No se trataba de imponer un nuevo orden, sino de destruirlos todos.

Los miembros de la Hermandad se consideraban a sí mismos hombres libres, y, por tanto, creían que no tenían por qué someterse a ninguna norma, fuese del tipo que fuese. Johan Hartman, un adepto arrestado y torturado en Erfurt al mismo tiempo que Brünn, lo había expresado con toda claridad en uno de los escritos que dejará tras su muerte: “El hombre verdaderamente libre es rey y señor de todas las criaturas. Todas las cosas le pertenecen, y tiene derecho a usar todo lo que le agrade. Si alguien intenta impedírselo, el hombre libre puede matarle y tomar sus bienes.” Los textos de Brünn, por los que será torturado hasta la muerte, serán todavía más explícitos. En ellos afirmaba que Dios había creado todas las cosas en común, lo que significaba que todas las cosas debían ser compartidas por los “libres de espíritu”. Si alguien poseía alimentos, era porque debía servir a las necesidades de los hermanos del Espíritu Libre. En la práctica, esta afirmación implicaba que el adepto era libre de comer en una taberna y negarse a pagar. Si el tabernero intentaba cobrarle, merecía ser azotado. En el caso de que un hermano necesitase dinero, debía pedir limosna. Si se la negaban, tenía total libertad para tomarla por la fuerza, y no debía sentir escrúpulos ni siquiera en el caso de que la otra persona muriera de hambre como consecuencia del robo. Cualquier tipo de acto violento estaba justificado, desde las amenazas y las extorsiones a los asaltos a mano armada o los asesinatos. En sus textos, Brünn reconocía haber cometido todos esos actos y afirmaba que eran muy comunes entre los miembros de la fraternidad. Los adeptos no sentían ningún respeto por nadie que no perteneciese a la comunidad y no reconocían la propiedad privada, por lo que sostenían que no tenían por qué someterse a ella. “Creen que todas las cosas son propiedad común”- escribía el obispo de Estrasburgo en 1317- “de donde deducen que el robo les está permitido”.

La construcción teórica que estaba detrás del comportamiento violento y amoral de los miembros del Espíritu Libre hundía sus raíces en una cosmovisión religiosa, pero a la vez acababa negando la sumisión a cualquier deidad o institución eclesiástica. Una vez que el adepto era considerado un miembro de la Hermandad, se situaba al mismo nivel que Dios. Desde ese momento, su voluntad era la voluntad de Dios, por lo que solo se debía obediencia a sí mismo. La doctrina de la Iglesia católica había aceptado la unio mystica, una especie de comunión con Dios que experimentaban algunos santos y mártires en momentos puntuales de su vida. Sin embargo, esta doctrina era muy diferente de la defendida por el Espíritu Libre, cuyos miembros afirmaban ser idénticos a Dios. En la práctica, esto se traducía en que los adeptos predicaban haber sobrepasado a Dios, y por tanto, no tener necesidad de él. La comunidad de mujeres de Schewidnitz, que pertenecieron a la Hermandad y jugaron un papel fundamental en la difusión de sus ideas, afirmaban que sus almas habían alcanzado, gracias a sus propios esfuerzos, una perfección mayor que la que habían tenido cuando emanaron de Dios y mayor aún de la que Dios quería que tuvieran. Predicaban que tenían tal autoridad sobre el Espíritu Santo que podían “conducirlo como una silla”. Este tipo de afirmaciones eran frecuentes entre los miembros de la Hermandad, que se consideraban a sí mismos completamente omnipotentes, por lo que afirmaban que ya no tenían ninguna necesidad de Dios. “Cuando Dios creó todas las cosas”- sostenía una adepta de Schewidnitz-“yo las creé con él. Soy más que Dios”.

Esta autodeificación de los miembros del Espíritu Libre hacía que la idea de la salvación perdiese sentido. Hiciese lo que hiciese, un adepto no podía pecar, ya que cualquier acto realizado por Dios era sagrado en sí mismo. Los asesinatos, los robos o los asaltos cometidos por un miembro del Espíritu Libre eran actos sagrados, y el adepto no tenía por qué sentir ningún tipo de remordimiento. Es más, las víctimas debían estar agradecidas de poder servir a Dios, y si no era así, el adepto era libre de castigarlas como desease, incluyendo el asesinato. Por su parte, si el miembro de la Hermandad moría en el transcurso de la pelea, tampoco tenía ninguna importancia, ya que su alma tenía asegurada la salvación eterna.

La imposibilidad de pecar hacía que también careciesen de sentido los medios de salvación impuestos por la Iglesia. Ni los sacramentos, ni la castidad, ni la predicación, ni los votos tenían ningún valor, y la intercesión de la Virgen y los santos se habían convertido en algo carente de sentido. Para los “libres de espíritu”, actos como un encuentro sexual no podían ser pecaminosos, ya que eran realizados por el mismo Dios. De hecho, se consideraba que una de las señales más claras de que el adepto había alcanzado el lugar de Dios era, precisamente, la facilidad de tener un comportamiento promiscuo sin temor de pecar ni de tener remordimientos de conciencia. Algunos adeptos llegaban incluso a atribuir un valor trascendental al acto sexual cuando era realizado por ellos, llegando a afirmar que tras el encuentro se recuperaba la virginidad.


Para llegar a este estado de divinidad era obligatorio que los discípulos se sometiesen a un periodo de aprendizaje que comenzaba con un voto de obediencia ciega que se realizaba de rodillas. Este voto se dirigía no hacia la orden o la divinidad, sino hacia una persona concreta que actuaba como maestro. Se consideraba que el voto anulaba todos los que se hubiesen hecho antes, ya fuesen los de una orden religiosa o los del matrimonio. A partir de entonces, el discípulo tenía la seguridad de que no podía pecar, fuesen cuales fuesen sus actos. Si actuaba por orden del maestro podía asesinar o robar sin ningún remordimiento, puesto que había entrado en un estado de “inocencia primitiva” en el que el único pecado posible era la desobediencia o negación del maestro. Una vez superado el periodo de aprendizaje, el discípulo pasaba a ser miembro de la Hermandad, lo que implicaba que a partir de entonces no se debía obediencia más que a sí mismo.

Esta doctrina de negación de todo orden existente que difundían los adeptos al espíritu Libre los convirtió en un enemigo prioritario para el poder. Durante más de cinco siglos, entre el XI y el XVI, los miembros del movimiento fueron perseguidos por papas, emperadores y príncipes. Primero de forma pública y luego en la clandestinidad, los miembros del Espíritu Libre predicaron su doctrina a lo largo y ancho del continente europeo, irradiándose a partir de Colonia, la ciudad que actuaría como epicentro de la herejía. El rechazo absoluto a cualquier tipo de sumisión o límite hizo a los miembros del Espíritu Libre sujetos peligrosos para los poderosos, que los persiguieron, torturaron y asesinaron sin descanso. Su desafío constante a todo tipo de límites y normas les llevará a rechazar todas las leyes y convenciones sociales, desde las bulas papales a las normas corrientes de conducta. En muchas ocasiones, los miembros de la Hermandad vestían como la nobleza, con joyas y tejidos caros. En la Edad Media, cuando la ropa era un signo claro del estamento al que se pertenecía, ese comportamiento creaba confusión y resentimiento entre los estamentos privilegiados, ya que suponían una amenaza a su posición: “No tienen uniforme”, se lamentaba un clérigo alemán . “A veces visten de modo costoso y disoluto, otras muy miserablemente, siempre según el tiempo y lugar. Como creen que no pueden pecar, piensan realmente que les está permitido cualquier modo de vestir”.

El rechazo a todo tipo de norma social les llevará también a no respetar las relaciones sociales convencionales. Instituciones como la familia o el matrimonio carecían de sentido para los miembros de la Hermandad, que abandonaban sus casas y sus hogares para predicar de ciudad en ciudad o vivir en comunidades donde no existían la propiedad privada ni las jerarquías y donde sus miembros tenían total libertad para actuar como desearan. En estas comunidades tuvieron una gran importancia las mujeres, que fueron miembros muy activos de la Hermandad del Espíritu Libre. El nulo respeto por todo tipo de convención social hacía que para los adeptos careciese de sentido la división sexual del trabajo. La distinción se establecía entre los miembros de la Hermandad y el resto de la población, que se situaba en un nivel inferior en tanto que no había alcanzado la divinidad. Entre los miembros de la Hermandad, en cambio, no existían diferencias de ningún tipo, ya que todos se habían convertido en Dios o incluso le habían superado. Las mujeres llevaban el mismo tipo de vida que los hombres, tanto dentro de las comunidades como cuando decidían predicar por los caminos y las aldeas. De hecho, uno de los documentos que han permitido tener un conocimiento más exacto de la doctrina del Espíritu Libre fue escrito por una adepta que tuvo un papel muy destacado dentro del movimiento, Marguerite Porete. En el libro, titulado “Le mirouer des simples ames”, no solo se describen las bases doctrinales que sustentaban la radical afirmación de libertad de la Hermandad, sino también la vida cotidiana de sus miembros. El texto suponía un desafío de tal magnitud al orden existente que el poder persiguió a Porete sin descanso, obligándola a pasar a la clandestinidad. En 1310 fue finalmente detenida, torturada y quemada viva.

El destino de Marguerite Pouret y Jean de Brünn sería compartido por mucho miembros de la Hermandad, asesinados por la Inquisición después de interminables sesiones de tortura. El poder no podía permitir la extensión de una doctrina que negaba cualquier tipo de norma o limitación y que dinamitaba el orden social existente. El comportamiento anárquico y violento de sus miembros y las bases nihilistas de su pensamiento eran incompatibles con la sumisión a toda forma de poder o autoridad, y los guardianes del orden no podían consentirlo. En un texto escrito hacia 1330 en Colonia, el hermano Heinrich Suso describía a la perfección las ideas que convertían a los adeptos en sujetos peligrosos para la dominación.  Explica que una tarde de domingo, mientras estaba sentado dedicado a la meditación, se le apareció una extraña presencia. Suso le preguntó “¿De dónde vienes?” y la presencia respondió “No vengo de ninguna parte”. “Dime ¿quién eres?”. “No soy”. ¿Qué deseas?”. “No deseo”. “¡Esto es un milagro! Dime ¿cómo te llamas?”. “Me llaman violencia sin nombre”. “¿Qué pretendes?”. “Llegar a una liberad sin trabas”. “Dime, ¿a qué llamas libertad sin trabas?”. “Cuando un hombre vive según todos sus caprichos, sin distinguir entre Dios y él y sin mirar ni hacia delante ni hacia atrás”. 

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