“Sería mucho mejor que el
mundo
fuese destruido y pereciera
totalmente
a que un hombre libre se
abstuviera
de un acto que le pida su
naturaleza”
Anónimo. Acta de confesión
de un
miembro del Espíritu Libre
ante la Inquisición
A pesar de ser finales de
primavera, en Colonia hace un día oscuro y tormentoso. El cielo llena la ciudad
alemana de sombras, pero las verdaderas tempestades bullen en la oscuridad de
los callejones. Jean de Brünn, miembro de la Hermandad del Espíritu Libre, está
siendo torturado por la Inquisición. La tormenta ahoga sus gritos, pero los
rumores se han extendido por toda la ciudad. La consigna del poder ha sido
clara, y sus órdenes se cumplirán una por una. El Espíritu Libre debe ser
erradicado.
Desde casi un siglo antes de
aquel oscuro día de 1335, la doctrina predicada por los adeptos al movimiento
herético amenaza con destruir toda forma de poder y dominación en los lugares
en los que ha ido arraigando. Las herejías y los movimientos contestatarios se
han extendido como una plaga por la mayor parte de las ciudades del centro y
oeste de Europa ante la mirada impotente de los guardianes del orden, pero el
Espíritu Libre será diferente a todas ellas. Sus adeptos no buscan apuntalar
las ruinas de una Iglesia que se hunde en la corrupción y la decadencia ni
imponer nuevas formas de dominación. Lo que distinguirá a los miembros del
Espíritu Libre de todos los demás herejes medievales será su total falta de
moralidad. No se trataba de imponer un nuevo orden, sino de destruirlos todos.
Los miembros de la Hermandad se consideraban
a sí mismos hombres libres, y, por tanto, creían que no tenían por qué
someterse a ninguna norma, fuese del tipo que fuese. Johan Hartman, un adepto
arrestado y torturado en Erfurt al mismo tiempo que Brünn, lo había expresado
con toda claridad en uno de los escritos que dejará tras su muerte: “El hombre
verdaderamente libre es rey y señor de todas las criaturas. Todas las cosas le
pertenecen, y tiene derecho a usar todo lo que le agrade. Si alguien intenta
impedírselo, el hombre libre puede matarle y tomar sus bienes.” Los textos de
Brünn, por los que será torturado hasta la muerte, serán todavía más explícitos.
En ellos afirmaba que Dios había creado todas las cosas en común, lo que significaba
que todas las cosas debían ser compartidas por los “libres de espíritu”. Si
alguien poseía alimentos, era porque debía servir a las necesidades de los
hermanos del Espíritu Libre. En la práctica, esta afirmación implicaba que el
adepto era libre de comer en una taberna y negarse a pagar. Si el tabernero
intentaba cobrarle, merecía ser azotado. En el caso de que un hermano
necesitase dinero, debía pedir limosna. Si se la negaban, tenía total libertad
para tomarla por la fuerza, y no debía sentir escrúpulos ni siquiera en el caso
de que la otra persona muriera de hambre como consecuencia del robo. Cualquier
tipo de acto violento estaba justificado, desde las amenazas y las extorsiones
a los asaltos a mano armada o los asesinatos. En sus textos, Brünn reconocía haber
cometido todos esos actos y afirmaba que eran muy comunes entre los miembros de
la fraternidad. Los adeptos no sentían ningún respeto por nadie que no
perteneciese a la comunidad y no reconocían la propiedad privada, por lo que sostenían
que no tenían por qué someterse a ella. “Creen que todas las cosas son
propiedad común”- escribía el obispo de Estrasburgo en 1317- “de donde deducen
que el robo les está permitido”.
La construcción teórica que
estaba detrás del comportamiento violento y amoral de los miembros del Espíritu
Libre hundía sus raíces en una cosmovisión religiosa, pero a la vez acababa
negando la sumisión a cualquier deidad o institución eclesiástica. Una vez que
el adepto era considerado un miembro de la Hermandad, se situaba al mismo nivel
que Dios. Desde ese momento, su voluntad era la voluntad de Dios, por lo que
solo se debía obediencia a sí mismo. La doctrina de la Iglesia católica había
aceptado la unio mystica, una especie
de comunión con Dios que experimentaban algunos santos y mártires en momentos
puntuales de su vida. Sin embargo, esta doctrina era muy diferente de la
defendida por el Espíritu Libre, cuyos miembros afirmaban ser idénticos a Dios.
En la práctica, esto se traducía en que los adeptos predicaban haber
sobrepasado a Dios, y por tanto, no tener necesidad de él. La comunidad de
mujeres de Schewidnitz, que pertenecieron a la Hermandad y jugaron un papel
fundamental en la difusión de sus ideas, afirmaban que sus almas habían
alcanzado, gracias a sus propios esfuerzos, una perfección mayor que la que
habían tenido cuando emanaron de Dios y mayor aún de la que Dios quería que
tuvieran. Predicaban que tenían tal autoridad sobre el Espíritu Santo que
podían “conducirlo como una silla”. Este tipo de afirmaciones eran frecuentes
entre los miembros de la Hermandad, que se consideraban a sí mismos
completamente omnipotentes, por lo que afirmaban que ya no tenían ninguna
necesidad de Dios. “Cuando Dios creó todas las cosas”- sostenía una adepta de
Schewidnitz-“yo las creé con él. Soy más que Dios”.
Esta autodeificación de los
miembros del Espíritu Libre hacía que la idea de la salvación perdiese sentido.
Hiciese lo que hiciese, un adepto no podía pecar, ya que cualquier acto
realizado por Dios era sagrado en sí mismo. Los asesinatos, los robos o los
asaltos cometidos por un miembro del Espíritu Libre eran actos sagrados, y el
adepto no tenía por qué sentir ningún tipo de remordimiento. Es más, las
víctimas debían estar agradecidas de poder servir a Dios, y si no era así, el
adepto era libre de castigarlas como desease, incluyendo el asesinato. Por su
parte, si el miembro de la Hermandad moría en el transcurso de la pelea,
tampoco tenía ninguna importancia, ya que su alma tenía asegurada la salvación
eterna.
La imposibilidad de pecar hacía
que también careciesen de sentido los medios de salvación impuestos por la
Iglesia. Ni los sacramentos, ni la castidad, ni la predicación, ni los votos
tenían ningún valor, y la intercesión de la Virgen y los santos se habían
convertido en algo carente de sentido. Para los “libres de espíritu”, actos
como un encuentro sexual no podían ser pecaminosos, ya que eran realizados por
el mismo Dios. De hecho, se consideraba que una de las señales más claras de
que el adepto había alcanzado el lugar de Dios era, precisamente, la facilidad
de tener un comportamiento promiscuo sin temor de pecar ni de tener
remordimientos de conciencia. Algunos adeptos llegaban incluso a atribuir un
valor trascendental al acto sexual cuando era realizado por ellos, llegando a
afirmar que tras el encuentro se recuperaba la virginidad.
Para
llegar a este estado de divinidad era obligatorio que los discípulos se
sometiesen a un periodo de aprendizaje que comenzaba con un voto de obediencia
ciega que se realizaba de rodillas. Este voto se dirigía no hacia la orden o la
divinidad, sino hacia una persona concreta que actuaba como maestro. Se
consideraba que el voto anulaba todos los que se hubiesen hecho antes, ya
fuesen los de una orden religiosa o los del matrimonio. A partir de entonces,
el discípulo tenía la seguridad de que no podía pecar, fuesen cuales fuesen sus
actos. Si actuaba por orden del maestro podía asesinar o robar sin ningún
remordimiento, puesto que había entrado en un estado de “inocencia primitiva”
en el que el único pecado posible era la desobediencia o negación del maestro.
Una vez superado el periodo de aprendizaje, el discípulo pasaba a ser miembro
de la Hermandad, lo que implicaba que a partir de entonces no se debía obediencia
más que a sí mismo.
Esta doctrina
de negación de todo orden existente que difundían los adeptos al espíritu Libre
los convirtió en un enemigo prioritario para el poder. Durante más de cinco
siglos, entre el XI y el XVI, los miembros del movimiento fueron perseguidos
por papas, emperadores y príncipes. Primero de forma pública y luego en la clandestinidad,
los miembros del Espíritu Libre predicaron su doctrina a lo largo y ancho del
continente europeo, irradiándose a partir de Colonia, la ciudad que actuaría
como epicentro de la herejía. El rechazo absoluto a cualquier tipo de sumisión
o límite hizo a los miembros del Espíritu Libre sujetos peligrosos para los
poderosos, que los persiguieron, torturaron y asesinaron sin descanso. Su
desafío constante a todo tipo de límites y normas les llevará a rechazar todas las
leyes y convenciones sociales, desde las bulas papales a las normas corrientes
de conducta. En muchas ocasiones, los miembros de la Hermandad vestían como la
nobleza, con joyas y tejidos caros. En la Edad Media, cuando la ropa era un
signo claro del estamento al que se pertenecía, ese comportamiento creaba
confusión y resentimiento entre los estamentos privilegiados, ya que suponían
una amenaza a su posición: “No tienen uniforme”, se lamentaba un clérigo alemán
. “A veces visten de modo costoso y disoluto, otras muy miserablemente, siempre
según el tiempo y lugar. Como creen que no pueden pecar, piensan realmente que
les está permitido cualquier modo de vestir”.
El
rechazo a todo tipo de norma social les llevará también a no respetar las
relaciones sociales convencionales. Instituciones como la familia o el
matrimonio carecían de sentido para los miembros de la Hermandad, que
abandonaban sus casas y sus hogares para predicar de ciudad en ciudad o vivir
en comunidades donde no existían la propiedad privada ni las jerarquías y donde
sus miembros tenían total libertad para actuar como desearan. En estas
comunidades tuvieron una gran importancia las mujeres, que fueron miembros muy
activos de la Hermandad del Espíritu Libre. El nulo respeto por todo tipo de
convención social hacía que para los adeptos careciese de sentido la división
sexual del trabajo. La distinción se establecía entre los miembros de la
Hermandad y el resto de la población, que se situaba en un nivel inferior en tanto
que no había alcanzado la divinidad. Entre los miembros de la Hermandad, en
cambio, no existían diferencias de ningún tipo, ya que todos se habían
convertido en Dios o incluso le habían superado. Las mujeres llevaban el mismo
tipo de vida que los hombres, tanto dentro de las comunidades como cuando
decidían predicar por los caminos y las aldeas. De hecho, uno de los documentos
que han permitido tener un conocimiento más exacto de la doctrina del Espíritu
Libre fue escrito por una adepta que tuvo un papel muy destacado dentro del
movimiento, Marguerite Porete. En el libro, titulado “Le mirouer des simples
ames”, no solo se describen las bases doctrinales que sustentaban la radical
afirmación de libertad de la Hermandad, sino también la vida cotidiana de sus
miembros. El texto suponía un desafío de tal magnitud al orden existente que el
poder persiguió a Porete sin descanso, obligándola a pasar a la clandestinidad.
En 1310 fue finalmente detenida, torturada y quemada viva.
El
destino de Marguerite Pouret y Jean de Brünn sería compartido por mucho
miembros de la Hermandad, asesinados por la Inquisición después de
interminables sesiones de tortura. El poder no podía permitir la extensión de
una doctrina que negaba cualquier tipo de norma o limitación y que dinamitaba
el orden social existente. El comportamiento anárquico y violento de sus miembros
y las bases nihilistas de su pensamiento eran incompatibles con la sumisión a toda
forma de poder o autoridad, y los guardianes del orden no podían consentirlo.
En un texto escrito hacia 1330 en Colonia, el hermano Heinrich Suso describía a
la perfección las ideas que convertían a los adeptos en sujetos peligrosos para
la dominación. Explica que una tarde de
domingo, mientras estaba sentado dedicado a la meditación, se le apareció una
extraña presencia. Suso le preguntó “¿De dónde vienes?” y la presencia
respondió “No vengo de ninguna parte”. “Dime ¿quién eres?”. “No soy”. ¿Qué
deseas?”. “No deseo”. “¡Esto es un milagro! Dime ¿cómo te llamas?”. “Me llaman
violencia sin nombre”. “¿Qué pretendes?”. “Llegar a una liberad sin trabas”.
“Dime, ¿a qué llamas libertad sin trabas?”. “Cuando un hombre vive según todos
sus caprichos, sin distinguir entre Dios y él y sin mirar ni hacia delante ni
hacia atrás”.
Podriais.citar las fuentes?
ResponderEliminarGracias!