William Harvey. Descubridor de los
mecanismos que hacen circular la sangre por el interior del cuerpo, Harvey
sabía que todos los secretos acaban por ser desvelados. También sabía que la
belleza a veces adopta formas extrañas, que frecuentemente adquiere la forma de
las vísceras y de los mapas, de los cuerpos que habitan el fondo de los
estanques y de aquellos que recorren los caminos incansablemente hasta llegar a
ciudades de lenguas y costumbres extrañas. Harvey había diseccionado cientos de
animales hasta conseguir establecer la teoría de que el corazón era el órgano
encargado de impulsar la sangre por el interior de venas y arterias, pero su
teoría no estaba completa. Sabía que en el cuerpo humano el proceso era el
mismo, pero necesitaba demostrarlo. En la Inglaterra del siglo XVII, las autopsias
estaban prohibidas. Alteraban el orden de las cosas, la ley natural que
establecía que las vísceras deben permanecer en el interior de los cuerpos, que
no deben ser desveladas a los ojos de los hombres. Pero la práctica de la
medicina requería cadáveres, y los estudiantes y médicos los robaban de los
cementerios cuando caía la noche. Todos excepto Harvey, que detestaba excavar
en la tierra, arrastrar cuerpos en medio de las sombras, manipular cadáveres
desconocidos. Cuando por fin consiguió demostrar su teoría lo hizo con unos
cuerpos que no necesitó robar de un cementerio: llevó a cabo con sus propias
manos la autopsia de su padre y de su hermana. La belleza a veces adopta formas
extrañas.
John Hunter. Ardiente defensor de la
experimentación en la práctica de la medicina, Hunter había realizado decenas
de autopsias. Todas ellas a cadáveres robados, cuerpos que diseccionaba en la
oscuridad de su sótano, en mitad de la madrugada. Había pasado un siglo desde
que Harvey estableciese su teoría de la circulación de la sangre, pero las
autopsias seguían estando prohibidas. Dios seguía siendo egoísta, seguía
guardando para él la belleza de la descomposición de los cuerpos. Hunter
buscaba cadáveres con afecciones extrañas, deformados por la enfermedad,
marcados por tumores y pústulas. Fue entonces cuando conoció a Charles Byrne,
un famoso gigante irlandés enfermo de tuberculosis. Hunter ordenó a varios de
sus criados que siguiesen a Byrne día y noche hasta que muriera. Ansiaba su
cadáver, tener sobre su mesa de autopsias el extraño cuerpo del gigante, poder
diseccionar sus órganos, analizar sus deformidades. Byrne se asustó por la
persecución y puso en su testamento que
arrojaran su cadáver al mar cuando muriera. Hunter desembolsó una fortuna en
sobornos a la empresa funeraria, pero logró su sueño: el cortejo fúnebre se
detuvo en una taberna, como estaba pactado, y allí sacaron el cuerpo del ataúd
y lo sustituyeron por un saco lleno de piedras.
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