[Violeta Gibson]
Son exactamente las once de la mañana del siete de abril de mil novecientos veintiséis. Benito Mussolini lleva cuatro años en el poder, y ya tiene ese gesto de autosuficiencia que le acompañará el resto de su vida. Estamos en la plaza del Campidoglio, en Roma, y el Duce está a punto de presidir la ceremonia de inauguración de un congreso internacional de cirujanos. La patria está necesitada de vísceras, de instrumentos cortantes, de manos firmes. En medio de la multitud, Mussolini se detiene y alza el brazo para hacer el saludo fascista. A menos de un paso de él, una mujer saca un revólver de su bolsillo y apunta directamente a la cabeza del Duce. El futuro tiende a salir de los cañones de las pistolas, y en Roma está a punto de llegar. Tiene la sien derecha del dictador en el punto de mira. No puede fallar. De repente, la banda de música comienza a tocar el himno fascista. Se han adelantado unos minutos, y Mussolini se gira contrariado hacia el lugar de donde procede la música. Son imbéciles, la patria está llena de imbéciles. En lugar de hacer estallar la cabeza del Duce, la bala apenas le roza la nariz. El futuro ha llegado demasiado pronto o demasiado tarde. El futuro soy yo, dirá Mussolini, entendedlo de una vez, estúpidos.
La mujer que acaba de atentar contra el dictador se llama Violeta Gibson, y no tendrá la oportunidad de hacer un segundo disparo. En apenas unos segundos el tiempo va a acelerarse: se abalanzarán sobre ella, le quitarán el arma y la encerrarán en un psiquiátrico durante treinta años, hasta que muera de asco o de aburrimiento. Alguien redactará un informe en una máquina de escribir, un informe capaz de secuestrarla durante treinta años, un informe en el que pondrá "solterona irlandesa con problemas mentales". El tiempo se acelerará para Gibson, pero no para Mussolinni. El Duce será vendado en aquella misma plaza y continuará con los actos previstos para ese día. Unas horas después, en la comida de gala, reirá a carcajadas al recordar lo sucedido. Imaginaos, dirá, una mujer.
[Monika Ertl]
Lo que no sabe Mussolini es que el tiempo avanza mediante la repetición de ritos. Que no importan las caras ni los nombres porque lo que hace retroceder y avanzar el tiempo es la repetición incesante de unos mismos rituales. El Duce no murió aquel día, pero el ritual sería repetido varios años más tarde con otros rostros, y entonces no habrá un himno fascista capaz de salvar a nadie.
Esta vez ella se llama Monika Ertl, aunque eso en realidad no importa. Son exactamente las nueve y cuarenta minutos de la mañana del uno de abril de mil novecientos setenta y uno, y estamos en Hamburgo, Alemania. En su despacho, el cónsul general de Bolivia se ha engalanado para recibir a una turista australiana que necesita arreglar un visado para viajar al país sudamericano. No suele encargarse de esas cosas, pero le han dicho que ella es joven y hermosa, y además ha insistido mucho en verle personalmente. Mientras la espera, Roberto Quintanilla revisa unos documentos en su despacho. Su apariencia es la de un burócrata, la de un funcionario que no ha hecho otra cosa que acumular papeles, pero las apariencias engañan. Quintanilla es un militar, uno de los coroneles responsables de las miles de muertes que se están cometiendo en su país de origen. Él es el que ha dirigido las principales ofensivas contra el Ejército de Liberación Nacional de Bolivia, la guerrilla que lucha en la selva desde 1960, y él es el que tendrá que pagar por ello. Es un militar laureado, pero el gobierno ha decidido sacarlo del país por su propia seguridad. Tres años antes, ha posado orgulloso junto al cadáver de Ernesto Guevara, después de ordenar que se le cortasen las manos. Desde entonces, el cerco se ha ido estrechando a su alrededor.
Monika entra en el despacho de Quintanilla y le da la mano. Antes de que él tenga tiempo a decirle algo más que hola, ella abre el bolso y saca un revólver. Otro revólver. A solo unos pasos, levanta el brazo y le descerraja tres tiros en el pecho. Mismo rito, idéntica aceleración del tiempo. Mientras Quintanilla se desangra en el suelo, Ertl guardará la pistola, se quitará la ropa y la peluca y saldrá del edificio. Tomará un avión y volverá a Bolivia, donde continuará luchando junto al ELNB. El tiempo no volverá a detenerse hasta dos años más tarde, concretamente el doce de mayo de mil novecientos setenta y tres, pero esa es otra historia.
[Sobre Violeta Gibson existe el libro "La mujer que disparó a Mussolini", de F. Stoner Saunders y editado por Capitán Swing. Sobre Monika Ertl, "La mujer que vengó al Che Guevara", de Jüngen Schreiber, en Fondo de Cultura Económica]
Dso mujeres con gran coraje. Porque hay que tenerlo para hacer lo que hicieron y sobre todo, para matar a una persona. calro está que si sabes que a quien vas a matar es un dictador loco, o un militar asesino asesino, entonces tal vez la cosa cambie bastante.
ResponderEliminarDesde luego yo, no sé si encontraría la fuerza y el aplomo para hacerlo. Por eso admiro a estas mujeres y lo que hicieron.
Un documento histórico muy interesante. Lo he disfrutado, sobre todo el segundo acto que acaba de una forma justa, lo que casi nunca suele suceder en la vida real... excepto en contadas ocasiones.
Te sigo desde ahora.
Un abrazo.
José.
Me encantan estas pinceladas de historia con las que regularmente vas pintando tu casita virtual. Desconocía ambos ritos, muy interesantes ambos.-
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ResponderEliminar¡¡bravas!!
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