Los montes que me rodean están llenos de invernales, de cabañas para guardar el ganado durante el invierno, cuando no se podía subir al puerto porque había demasiada nieve. Muchos están abandonados. En la puerta, los pastores que pasaban allí los meses de viento del norte escribían su nombre y la fecha. Nombres desconocidos y fechas desconocidas. Se lo cuento a una vecina del pueblo, una anciana de noventa y seis años que dice que lleva tantos años viuda que ya ni siquiera se acuerda del rostro de su marido. Dice que solo se acuerda de sus manos, que siempre estaban frías como las manos de un muerto. Me pregunta si me acuerdo de alguno de los nombres que he visto, porque seguro que eran vecinos o familiares o amigos. Manuel Labra, 1926, le digo. Maximiliano Fernández, noviembre de 1939. Valerio Alonso, enero de 1948. Amalia Hernández Díaz, sin fecha.
Amalia Hernández Díaz. Me mira y se santigua cuando me oye decir ese nombre. Un nombre escrito a lápiz, no como los demás, que estaban grabados en la madera. Sin fecha. Con esa caligrafía tan característica de las personas mayores o de la gente que está poco acostumbrada a escribir. Es mejor no hablar de los muertos, me dice, no vaya a ser que se acuerden de su desgracia. Qué la pasó. Se santigua de nuevo y me dice que Amalia tenía dieciséis años cuando subió a aquella cabaña. Se tuvo que hacer cargo del ganado porque solo tenía un hermano menor, un niño de unos siete años que se llevó con ella al monte. Su madre había muerto en el parto y su padre aquel mismo verano. De qué murió. Lo mataron. Lo mató la gente del pueblo. El padre comerciaba con lana. Llenaba la carreta de lana y la iba vendiendo por los pueblos de alrededor. Al final del verano volvía con la carreta vacía y algo de dinero. Pero ese verano volvió también con una enfermedad, algo que le hacía escupir sangre. Cuando llegó al pueblo, estaba blanco y apenas podía sostenerse en pie. No traía carreta ni caballo.
Los vecinos lo vieron y no se quisieron acercar, por miedo a que fuese algo contagioso. No le dejaron entrar en el pueblo. Le obligaron a pasar una cuarentena, a que durmiese durante varios días en una cabaña alejada del pueblo hasta que remitiese la enfermedad. Los gritos de dolor se oían por todo el pueblo, sobre todo por la noche. Su hija fue a visitarle y le contó que le habían robado el carro, el caballo y el dinero cuando ya estaba de vuelta. Que no había podido comer nada durante días, mientras intentaba volver a pie al pueblo. Muerto de hambre, acabó comiéndose unos garbanzos crudos que encontró en algún sitio. Por eso escupía sangre. Los garbanzos debieron de hacerle una perforación en el estómago. Se estaba desangrando. En el pueblo nunca creyeron a Amalia, y su padre murió en aquella cabaña.
El día del entierro, Amalia escupió sobre el ataúd para que todo el pueblo supiese que estaban malditos por lo que habían hecho. Ella y su hermano sobrevivieron, pero se convirtieron en personas sombrías, dice mi vecina. En mala gente.
¡Te mandé un mensaje! :*
ResponderEliminarTiene un punto casi etnográfico bastante chulo.
ResponderEliminarFascinan estas historias de muertos...
ResponderEliminarMuertos e historias. Perfección absoluta.
ResponderEliminar