viernes, 3 de mayo de 2013

curiosamente




Desde mediados del siglo XIX hasta mediados del XX, el circo fue uno de los mayores espectáculos en Estados Unidos. Centenares de compañías recorrían el país de una costa a otra exhibiendo a sus siameses, mujeres barbudas, gigantes deformes y enfermos de microcefalia. Cuanto más extraño era el monstruo o más peligroso el espectáculo que realizaba, más éxito tenía su número. Entre los trapecistas, uno de los más famosos fue Andrev Borait, un inmigrante de origen ruso que había llegado a Estados Unidos en un barco atestado de hambrientos que la vieja Europa expulsaba a centenares. Sin embargo, su éxito no fue inmediato. Borait fue el primero en introducir la red de seguridad, lo que le permitía hacer acrobacias mucho más arriesgadas que las que se habían visto hasta entonces. Pero también lo convertía en un cobarde. En su espectáculo nadie era torturado, ni amputado, ni corría el riesgo de fallecer delante de los espectadores, así que estos lo abucheaban número tras número. El circo era la casa de los horrores, el lugar donde podía suceder cualquier monstruosidad,  no un sitio donde ver espectáculos bonitos. Con el paso del tiempo, la red de seguridad se iría imponiendo y cambiaría la sensibilidad de los espectadores, pero curiosamente a Borait no le sirvió de mucho. Durante un entrenamiento en mayo de 1923, cayó sobre una red con los agujeros demasiado grandes, se enganchó del cuello y se ahorcó. 



[leído en el maravilloso libro "La insólita reunión de los nueve Ricardo Zacarías", de Colectivo Juan de Madre (Aristas Martínez, 2012)]

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